Gambeteando a la tormenta, salimos al camino pensando, tontamente, que la nave estaba libre de roedores. El buen ánimo reinaba dentro del ruidoso habitáculo, sabiendo que los chicos habían llegado la noche anterior a Salt Lake sanitos y salvos. A nuestro paso por Yellowstone, continuaron dos días de viaje casi ininterrumpido hacia el norte. La primera noche acampamos sin problemas en un bosque nacional, a un lado del camino, en una helada montaña. La segunda, el cielo volvió a estrellar sus ya poco originales tormentas de nieve, contra el parabrisas de la nave, que se congelaba del lado de La Peque, por falta de calefacción. Llegados al pequeño pueblo de Browning, buscamos refugio en una iglesia católica. El padre, que había hecho misión en Guatemala durante dos años, nos recibió de muy buena gana, destinándonos a una sala de juntas con potente calefacción y cocina. Pasamos la noche al resguardo, tocándole la peor parte al Citro, que volvió a amanecer cubierto de hielo. Y por si eso fuera poco, todo dentro de él había sido intervenido, una vez más, de pies a cabeza, por algún indeseable mamífero. Volvimos a vaciar la Nave, y cuando llegamos a la gran canasta depósito, revolviendo los libros, papeles y mil bártulos más ¡ZAZ! Apareció el jué maula. Tenía la mirada del que sabe que hizo algo malo y quedó en evidencia. ¡Hasta nido se había hecho el desgraciau! Corrió de un lado a otro, creyéndose ya muerto a manos de los gigantes bípedos (esos seríamos nosotros) y finalmente se escurrió entre los gélidos jardines de la iglesia. Volvimos a pasar desinfectante a todo y, ya con la certeza de una soledad absoluta, seguimos viaje, haciendo unas pocas millas hasta llegar al Glacier NP.
La cosa estaba tan fulera, que el parque apenas tenía 13 millas de caminos abiertos. No se veía ni a treinta metros de distancia. Recorrimos lo que pudimos, como medio obligándonos a no pasar de largo por semejante lugar, pero poco nos duró aquella tozudez. Cruzamos miradas y dijimos ¿vamos para Canadá? Y vamos.
La frontera estaba desierta, no tuvimos que hacer fila, no nos revisaron el auto, nada. Solo nos preguntaron si llevábamos suficiente dinero. Si teníamos armas, drogas o bombas. Si bien no imagino a nadie contestando afirmativamente a esas últimas preguntas, no generamos suspicacias y el sello, haciendo un firulete en el aire, cayó sonando pesadamente contra nuestros pasaportes ¡Bam! La última frontera nos esperaba.
En unos pocos minutos, ganábamos las rutas del estado de la rosa salvaje, obteniendo más de lo mismo.
A los lados del camino, grandes pastizales se extendían subiendo y bajando lomas bastante atenuadas. Aún bajo la lluvia, los gigantescos pivotes de riego bañaban lotes enteros, donde un puñado de vacas muertas de frío, se amontonaban para mantener el calor. Ya con la “noche” respirándonos en la nuca, buscamos abrigo en un pequeño pueblo, sin mayor suerte. Manejamos por algunas millas más y finalmente decidimos golpear la puerta en un rancho.
Pedimos permiso para acampar y nos dejaron hacerlo en un galpón calefaccionado, en compañía de todas las mascotas de la casa (por suerte, no había hámsters). A la mañana hubo que luchar bastante para arrancar a la nave, que está dando últimamente fuertes signos de cansancio. Como sea, seguimos viaje hasta la ciudad de Calgary, donde nos esperaba una buena amiga que hicimos durante nuestro paso por Costa Rica.
Viajando hacia Calgary, el limpiaparabrisas funcionaba a cuenta gotas y cada tanto, una de las escobillas salía volando. Cuando estábamos con suerte, quedaba boyando sobre el capot y lográbamos rescatarla sin tener que parar. Otras tantas, había que correr a buscarla unos cuantos metros más atrás.
Siguiendo los consejos de Ignacio Copani, alambre y a otra cosa.
En la Ciudad, Anya nos recibió junto a su querido Henry con los brazos abiertos.
Henry es uruguayo. Anya se lo trajo desde la tierra charrúa, un año atrás, mientas volvía a Canadá, tras recorrer de ida y vuelta todo el continente americano en una Land Crusier. Nosotros nos conocimos en las playas de Manuel Antonio, en la hermosa Costa Rica y desde entonces la invitación para pasar por Calgary estaba firme.
Fueron unos cuatro días que aprovechamos para lavar ropa, bañarnos, comer delicias, pasear por la ciudad, actualizar el blog y recargar las baterías, mientras esperábamos que esa maldita nube desapareciera de una buena vez. Anya nos malcrió todo lo que pudo y nos largó al camino, hechos una tromba.
¡Tante grazie per tutti li fiocci ragatzze!
Y realmente salimos como una tromba a las rutas. Tras deliberar bastante y considerar las alternativas, tomamos el camino de los parques nacionales Banff y Jasper, para trepar a los inmensos territorios de bosques boreales canadienses. Este camino nos depositaría directamente en la famosa Alaska Highway, que continua a lo largo de unos cuantos miles de kilómetros al norte, atravesando los estados de British Columbia y Yukón hasta la frontera con Alaska.
Estas tierras canadienses son infinitas y sumamente despobladas. Canadá es el segundo país más grande del mundo después de Rusia, superando a China, Brasil y la India en extensión. Posee prácticamente la misma población que la Argentina, que dicho sea de paso, también está despoblada en comparación a la mayoría de los países. Como comprenderán, estos son países de interminables bosques y translúcida soledad. Su invierno largo y riguroso lo cubre todo, con un pesado manto de helada oscuridad, y es poca la gente que elige llegar tan al norte para gastar sus días. Manejamos cientos y cientos, miles de kilómetros y apenas encontramos unos pocos pueblos bastante alejados unos de otros, sin más que una gasolinera y un pequeño restaurante para viajeros.
Acampamos, ya que lugar es lo que sobra. La naturaleza tiene a estas latitudes oportunidades que en tierras calidas le son negadas y les saca buen provecho sin dudar un segundo.
Un oso negro pasta al lado de la ruta. Nos detenemos con la nave justito a su lado, mientras nos mira con indiferencia. La Peque con el pulso tambaleando de los nervios empieza a sacar fotos, una, dos, tres… en ninguna el oso aparece completo. Unos segundos más tarde, al ver la actitud totalmente pacífica del animal, se tranquiliza y gatilla. ¡Ahí está! Y con todas sus patas incluidas.
La ruta nos atrapa, empezamos a sentir que la meta se acerca y la palabra Alaska actúa como un poderoso imán sobre nuestra voluntad. Devoramos kilómetros enfurecidos, (lo que traducido a nuestras posibilidades con el Citro, da como resultado entre 300 y 400 km diarios). Los días se alargan quitándole protagonismo a la noche, que ya casi ha dejado de existir. Siempre encontramos donde acampar, ya sea un bosque, el jardín de un rancho o las áreas de descanso al lado del camino.
A esta altura, andamos como los caballos con anteojeras, solo vemos hacia delante. La frontera nos espera, llegará el tiempo de pescar, matar osos y la mar en coche, pero no es ahora. Ahora nuestra gran prioridad es cruzar esa línea. Este sentimiento se presenta como algo totalmente inesperado y poderoso. Para nosotros Alaska nunca fue meta en si misma. El camino, si. Recorrer el continente viéndolo todo, sin prisa, aprovechando cada día y cada lugar, ese fue siempre el objetivo. Aprendimos a viajar o vivir de esta manera y descubrimos, a través de ella, mucho más de lo que habíamos imaginado. Pero ahora que estamos en los confines boreales del globo, todo eso se desvanece, como si hubiese sido siempre una ingrávida ilusión. Como si importara ponerle un título a las cosas, Ushuaia – Alaska. Como si un puñado de kilómetros pudieran hacer la diferencia en nuestros corazones, cabezas o historia. Es loco y un poco incómodo descubrir que después de tanto pisado, ciertas convenciones o estructuras mentales condicionan el final de nuestro errar americano. Somos esta vez, nuestros propios conejillos de indias. Conejillos que corren como bestias desbocadas, hacia la última frontera.
Esto yo ya lo vi, esto ya lo escuché.
Y sin GPS, eh.
Otro jardín, otra noche. Nuestra carpita guatemalteca, ya acostumbrada a pisar cada noche nuevos pastos (eso si andamos con suerte), es buen techo para pegar el ojo. Más que nunca ahora, que Marcelo y Alicia nos regalaron en Salt Lake City un colchón inflable sin remiendos. El motor de La Nave se agita, conectamos nuestra manguera a la boca del colchón y dejamos que el cebador haga el resto. Beef Ravioli o marruchan, fideitos o guiso de lentejas, más o menos por ahí va yendo la cosa. El sol no ha terminado de bajar en el cielo y nosotros ya estamos guardados, parece rutina, parece, pero no es. Ya van a ver porque.
De Fort Nelson en adelante, las distancias se hicieron aún más largas. A los lados del camino, entre montañas, pinos y lagos, lo que se puede encontrar son o represas de castores o osos tragando pasto. El tráfico se concentra en determinadas horas y, pasadas las seis de la tarde, la carretera queda virtualmente vacía. Solo cruzamos camiones, parejas de retirados en gigantescos motorhomes, o ciclistas que se lanzan a cubrir largas distancias entre pueblo y pueblo, con el fin de recorrer la mítica ruta.
La única opción es rodar, los precios de Canadá son ¡UNA LOCURA! Todo cuesta al menos el doble que en Estados Unidos y a media que subimos las cosas se encarecen más y más. La gasolina en los pequeños pueblos es casi incomprable, por eso hay que calcular bien donde se carga. Nuestras paradas se limitan al baño, los beef raviolis y acampar. Así es que avanzamos tanto más rápido que en el resto de los países. El paisaje es increíble, bosques inmutables en todos y cada uno de los rincones que pisamos. Cada tanto la evidencia del fuego, que ha pegado un violento lenguetazo, poniendo la rueda a girar desde cero nuevamente. Sencillamente espectacular, pero monótono, kilómetros y kilómetros de gigantes en estoica espera, adelante y atrás.
Una tarde cualquiera, nos encontramos acampando en una quebrada, a orillas de un río, a apenas algo más de mil kilómetros de la frontera con Alaska. Recién entonces comencé a creer que el motor de la nave iba a aguantar la travesía hasta el final. Si bien desde aquellos arreglos en Lima, nunca más dejó de sonar como un enfermo terminal, y ya estamos archiacostumbrados a este infierno acústico que es nuestro habitáculo, la Nave siempre fue para adelante, trayéndonos hasta este remoto país de buscadores de oro. Todos los síntomas del Citro me hacían pensar que habría batalla antes de cruzar esa línea fronteriza, pero ahora, tan cerca de la meta, finalmente entendía que ya nada iba a detenernos.
El lugar que encontramos aquella tarde invitaba a quedarnos. El río, con su murmullo constante, recitaba versos sagrados de gravedad absoluta. Cada gota fluyendo se confesaba portadora de respuestas, que aunadas en una única voz, revelaban un mensaje propio de su inesperada existencia translúcida. La voz universal. La voz que es eco de rocas y hojas. Eco de polvo y anguila de mar. Eco de mil pasos acompasados, voz de relámpago y rueda. Sonido subterráneo y electromagnético. Llanto y cuchillo, alga, hierro y vidrio roto. Marfil, fuego, relincho. Quejido y madera.
No hay orador más excelso que la Pachamama, su voz no necesita explicar, ni convencer, ni deformar. Su mensaje agolpa toda la verdad en un solo sonido que no muta con las épocas, las modas, los favores adeudados o el rey turno.
Aquella tarde, no solo escuchamos la hermosa voz del río, hablando de los puentes de hidrógeno, también el Citro quería expresar sus sensaciones. Claro, este, un poco más tosco, nos daba a entender su mensaje con un golpe fortísimo en el motor.
Los últimos kilómetros comenzó a sentirse aquel quejido. Podía ser uno más de los tantos achaques de viejo, o un quejido de muerte, aún no lo sabíamos. Pero en el aire se dejó olfatear lo incierto de nuestro futuro.
Esa misma tarde, cambiamos los platinos y volvimos a chequear el punto. El arranque remolón de las últimas semanas se convirtió en un grito vigoroso. Al mínimo contacto del burro, la nave ponía en marcha su potente garganta mecánica.
Por la mañana, levantamos campamento y nos lanzamos al camino. El ruido no amainaba ni se hacía más notorio, permanecía, constante horadando nuestros nervios con cada pendiente que encarábamos. Finalmente, el quejido de achaque se hizo grito de muerte y nos obligó a parar. Dejamos el motor regulando y bajamos a escuchar los últimos estertores del enfermo. Pak, pak, pak, PAK, PAK, ¡PAK! ¡¡¡PAKK!!! ¡¡¡¡PAAKK!!!...... silencio. Silencio mortal.
La nave murió unos cien kilómetros al sur de Watson Lake, algo así como 1400 km al sur de la frontera con Alaska. Increíble. Le´Chien no hallaba consuelo en mis palabras, y muchísimo menos en los conductores que nos pasaban por al lado, corriendo la vista para no comprometerse. Ni aún haciendo señas, lograba que se detuvieran. Una hora, dos horas, estamos literalmente en el medio de la nada y sin posibilidades. Un par de coches paran, pero no pueden tirarnos hasta Watson Lake porque es ilegal. Utilizar una cuerda o una cadena, puede representar una jugosa multa. Una vieja camioneta para, se ofrece a avisar de nuestra situación a una grúa, pero cuando le consultamos cuanto puede salirnos, nos espantamos de muerte. ¡Mil dólares por cien kilómetros! Auto muerto, no nos pueden tirar, no podemos pagar la grúa ¿y ahora? El hombre dice que va a avisar a la policía de Watson Lake, solo nos queda esperar.
Con el ánimo por el piso esperamos. ¡Que poco nos faltaba! ¡Justo ahora! Y de yapa, aunque lleguemos a Watson Lake (cosa que entonces veíamos bastante improbable) ¿como vamos a arreglar el auto? Si ni taller debe haber.
Un camionero para solo y nos pregunta que pasó. Le explico que el motor capotó y necesitamos que nos tiren al menos hasta el pueblo más cercano, pero que es ilegal. Su frase fue: Puede que hoy sea su día de suerte. Y ya lo creo que lo fue.
Phil estaba transportando autos clásicos a Alaska, en un camión preparado a tales fines. Había bajado dos coches en Calgary y tenía el primer lugar del acoplado disponible. Y aún más importante, estaba predispuesto a llevarnos, sin siquiera pensar en dinero.
Con sus setenta años a cuestas, Phil se bajó del camión, abrió el acoplado y de uno o dos empujones, subimos al Citro.
Nunca vimos a la policía. Sin Phil, todavía estaríamos en el medio del bosque haciendo señas. Ahora todo había cambiado, Phil hablaba de llevarnos hasta Alaska y nosotros dejamos nuestro futuro en manos del viento.
La Peque y Tray buscan certezas en tiempos de absoluta incertidumbre. Las llamadas a las aduanas de Canadá y USA no dejaron saldo positivo. Aparentemente, si seguíamos con Phil hasta la frontera, las cosas podían complicarse y no iba a ser nada gracioso volver a quedar tirados. No quedó más alternativa que bajar La Nave en la capital del estado de Yukón, Whitehorse, unos 700 km al norte de donde Phil nos encontró. Fuimos a dar a una parada de camioneros llamada Trails North, a unas pocas millas fuera de la ciudad, sobre la Alaska Highway. Allí nos permitieron acampar y dejar al Citro estacionado.
A la mañana siguiente desayunamos con nuestro salvador y lo vimos partir, no sin tristeza y un poco de julepe. La salvada que nos pegó este gringo de Oregon, no tiene nombre. Sin palabras.
Hora de buscar soluciones. Al lado de la gasolinera donde paramos, hay un taller. Esperamos a que abra y nos le fuimos al humo al dueño. Le pedimos permiso para, al menos, meter el motor. Nos sacó carpiendo. ¡Estoy ocupado, mi seguro no me cubre por ustedes, yo tampoco tengo dinero y si algo pasa en mi taller me voy a la quiebra! Quedó claro que ya no estamos en Latinoamérica, las cosas no iban a ser fáciles esta vez. Quienes se iban enterando de nuestro problema, demostraban poco interés y, por cómo nos pasaban los autos el día anterior en la ruta, vislumbramos un horizonte con probabilidad de chubascos.
Pero de esto se ha tratado siempre, no vamos a quedarnos tirados esperando a que los cuervos nos coman (aunque debemos reconocer, que un par de días atrás un cuervo nos robó tres barritas de cereal que Anya había donado a nuestra despensa). Levantamos el teléfono y llamamos al único número que Phil nos dejó. Hablamos con un tal Murray. Éste se comprometió a buscar lugar y devolvernos la llamada más tarde.
Nada, volvimos a llamarlo y la cosa seguía del todo incierta. Ya estábamos pensando en bajar a la ciudad, ir al diario y a la radio, en busca de ayuda, cuando sonó el teléfono.
El mismísimo Murray nos vino a buscar con un trailer. El hombre del taller de al lado ayudó junto a sus empleados a empujar La Nave y nos pusimos en marcha. El traslado fue corto, apenas una milla hasta un enorme galpón donde Murray tiene algunos botes, herramientas, camiones, autos y cien mil bártulos más. Despejamos un lugar y metimos al Citro. Cinco horas más tarde, ya teníamos el motor desarmado totalmente y un árbol de levas destrozado en la mano.
El panorama podría haber sido un desastre, pero la buena noticia fue que nosotros veníamos trayendo un árbol de levas de repuesto, desde aquella gran rotura de motor que sufrimos en Colombia. Entonces, tuvimos que cambiar el cigüeñal, pero Alfredo, nuestro repuestero de Mar del Plata, nos mandó cien mil cosas más. Ahora agradecíamos aquella exageración.
Mientras el arreglo se lleva adelante, el taller es además hogar. La carpa guatemalteca todas las noches es mudada bajo techo. Desde aquí cocinamos, trabajamos, escribimos y soñamos con la vuelta al camino.
Tras trazar los pasos a seguir, hablando a Argentina en busca de soporte técnico, decidimos pulir los dientes lastimados del cigüeñal, reemplazar el árbol de levas y armar el auto tal cual estaba. Un día de limpieza profunda, preparación de partes, solución de inconvenientes menores y estábamos listos para volver a poner todo en su lugar.
Del pincel, el bastidor y los óleos, a la brocha, los semicárteres y la nafta. El equipo de reparación esta vez estuvo acotado a La Peque y a mí. No imaginé jamás cuando partíamos de Argentina que, a tan solo 600 kilómetros de Alaska, sería necesario tener que abrir el motor al medio, y mucho menos que nosotros mismos seríamos capaces de llevar adelante la reparación. Pero, así se dio la cosa.
Murray es nuestro segundo gran salvador. De no ser por él, hoy no tendríamos ni donde estar tirados. Hay que tener presente que estamos en Whitehorse, prácticamente el fin del mundo por el lado del norte. Aquí las opciones se reducen poderosamente, a la hora de buscar soluciones. Este hombre se brindó completamente para solucionar nuestros problemas. Pero no nos adelantemos que todavía hay más para contar.
Con gran esmero y tomando mil precauciones, armamos nuevamente el motor. Los torques de ajuste fueron respetados a rajatabla. Todo fue realizado con el manual de Citroën donado por Lulú, unos meses antes de la partida, como referencia sagrada.
Le´Chien aplica la delgada película de silicona y volvemos a juntar los semicárteres dándole nueva vida al corazón de la castigada Nave.
Todo en su lugar, cabezas, cilindros, radiador, bombas, múltiple, alternador, solo queda agregar aceite y darle marcha para ver si levanta presión. Llenamos el cárter, regulamos válvulas, ponemos el punto y cruzamos los dedos. ¡Dale arranque! El motor gira y gira, la presión comienza a subir, pero nos damos cuenta que se formó un gran charco de aceite en el suelo. Y lo peor, cae desde atrás, la zona de la bomba, eso significa que tendremos que volver a abrir todo para arreglar. Ya algo desmoralizados intentamos darle arranque para cerciorarnos de que al menos funcione. El motor arranca y ¡Pum! Vuela el filtro de aceite, ahora el charco es una laguna. Suponiendo que solo lo dejé mal apretado, lo cambio por el último que nos quedaba de repuesto. Volvemos a intentar, el Citro arranca y ¡PUM! De nuevo el filtro. Esto si que es desconcertante, jamás habíamos visto nada igual. Dándole vueltas al asunto, llegamos a la conclusión de que armé al revés una pequeña válvula que se abre cuando la presión de aceite es demasiado elevada. En fin, el panorama era desastroso. Aceite por todos lados y mucho trabajo por delante. Con el alma por el piso, para esa misma noche, ya habíamos desarmado el motor completo, aplicado silicona y vuelto a juntar los semicárteres. Esta vez, íbamos a esperar más de veinticuatro horas para ponerlo en marcha, dándole tiempo de sobra al pegamento para secar. Efectivamente volvimos a armar todo con mayor cautela aún que la primera vez. Dos días después del primer intento, volvíamos al ruedo. ¡Dale arranque! El sonido del motor es perfecto, la presión sube, el filtro se mantiene en su lugar, el motor arranca y……. aceite. ¡¡¡¡LA P…. QUE LO REMIL … ##&$%!!”#$%!!!! ¡ACEITE OTRA VEZ!
Bajamos el motor del auto una vez más, sacamos el volante, placa y disco e embrague y nos encontramos con la pérdida, que afortunadamente no era de la bomba (o sea, no había que volver a desarmar todo), sino del retén trasero del cigüeñal. Para que entienda Doña Rosa, estamos hablando de un arito de goma que va atrás del cigüeñal, impidiendo que el aceite se escape. Suena sencillo y lo es, pero como cuando se está de racha, se está de racha… De los dos retenes de repuesto que teníamos en stock, no apareció ninguno. Tenemos prácticamente un motor entero en repuestos, y lo que necesitamos, es lo único que se extravió. Cosa e´ mandinga.
Desde luego, imposible conseguir semejante artículo en Canadá. Tras evaluar las opciones, terminamos pidiendo cuatro retenes a dos negocios diferentes de los Estados Unidos (porque sería más rápido que ordenarlos a la Argentina). Uno en Seattle (frontera con Canadá) y otro más al sur, cerca de California. Murray se portó, llamando, ordenando los retenes y haciendo un seguimiento exhaustivo de los malditos, que todavía no aparecieron.
El pedido se hizo este lunes que pasó y se suponía que serían tres días. Hoy estamos a viernes y acá no apareció nada. ¿Quieren más? El 25 y el 27 de Junio tenemos que estar en el aeropuerto de Anchorage (capital de Alaska), buscando a el Oso y mi hermano Rodrigo que llegan de visita de Buenos Aires y París, respectivamente. ¿Ahora entienden porque me puse al día con el blog? Llevamos cuatro días de espera, hoy ya casi aprendemos a caminar por las paredes. Una vez que llegue el retén, resta colocarlo y subir el motor a la Nave, para ponerla en marcha y rezar porque finalmente podamos volver al camino. ¡¡¡¡Estamos hace una semana y media, atascados a 600 km de Alaska!!!!
Al menos vamos a poder cumplir la promesa de llegar juntos, porque con esta publicación, nos ponemos al día tras más de un año de desfasaje entre relatos y realidad.
El hastío de la espera se cortó con la llegada de Juancho y Aymi, que pasaron a saludar antes de seguir viaje a la frontera con Alaska. Mientras escribo estas líneas, ellos estarán pisando la tierra del norte.
Y en Whitehorse no es que haya demasiado para hacer. Visitamos el barco a vapor (traído para transportar herramientas e insumos durante la fiebre del oro), la vía de escape que los salmones toman durante su migración anual, llegando a la represa hidroeléctrica situada en el gran río Yukón (no es época así que no vimos ni una mojarrita). Y por supuesto, hicimos lo que mejor sabemos hacer.
Morfamos a lo loco. Los chicos se fueron ayer y volvimos a quedarnos solos, esperando esos retenes salvadores que deberían ponernos en la ruta una vez más. Volveremos a verlos en Alaska, pero para eso hay que esperar.
Y aquí estamos conejillos, a dos pasos de alcanzar esa meta esquiva. Escribiendo y tejiendo para no perder la razón, con ganas locas de poner a rugir el motor de la nave y llegar al encuentro de nuestra gente en Alaska. Dos años y medio de viaje, 55.000 km recorridos y varados a dos días y 600 km de la meta. Es un chiste.
Ahora les pedimos que manden buena vibra pa´l norte, que acá tenemos las antenas desplegadas para recibirla. Ya ordenamos la nave, hicimos suficiente espacio para que todos entremos más cómodos y expulsamos a las ratas. Vayan eligiendo butaca, ¡no, no! tres o cuatro quédense abajo por si hay que empujar. Ahora si, aguante la nave que nos vamos para ¡Alaska!
¡¡¡Arriba y fuerza que llegamos carajo!!!
¡Arrivederci e buonafortuna!